Un día después de caer el telón, los Juegos Olímpicos del 2012 están entrando ruidosamente a nuestros envejecidos archivos quitando telarañas y fumigando las polillas, pero las emociones persisten, y resistirán mucho tiempo antes de ingresar al cofre de los recuerdos, que de vez en cuando sacamos y sacudimos, precisamente para volver a emocionarnos, porque esas sensaciones, nunca mueren.
Cada vez que recuerdo a Juantorena en Montreal, Carl Lewis en Los Angeles, el Dream Team de Jordan en Barcelona, Michael Johnson en Atlanta y los fabulosos duelos en la pileta de Sidney, con Ian Thorpe y Van Den Hoogenband humeantes, mi corazón vuelve a agitarse frenéticamente al ritmo de los giros del disco duro de mi memoria. Aún siendo testigos por TV, la emoción es incontrolable.
Exactamente así me estoy sintiendo, igual que después de Beijing, con las imágenes de Michael Phelps y de Usain Bolt multiplicándose como en una sala de espejos, tratando de fijar cuál de ellos fue la figura cumbre, el proporcionador de los más grandes momentos en Londres. Diablos, dejen caer la guillotina sobre mi cuello y parafraseando a Dantón, díganle al verdugo que muestre mi cabeza aturdida por la incertidumbre frente a semejante ecuación, que vale la pena.
Para mí, sin titubeos, Phelps fue la gran figura, pero admito que Bolt ofreció los más grandes momentos. Y no busco un empate técnico, porque la grandeza de Phelps en cualquier tipo de valoraciones estrictamente de máximo rendimiento, no lo admite, sino diferenciar consideraciones.
¡Como dolió ver perder a Phelps el oro en los 200 mariposa, víctima del último impulso del sudafricano LeClos, sacado del fondo de su alma! Ese oro, que se daba por un hecho, hubiera sido su quinto en estos Juegos y tercero individual, terminando de un tajo con todas las discusiones.
Sin embargo, Phelps fue el único atleta con seis medallas, y el único con cuatro doradas, para sellar el más impactante de los récords mundiales, quizás intocable para las futuras generaciones: 22 medallas en total, 18 de oro. Uhh, eso tiene la inmensidad de un oceáno, visto desde cualquier butaca. ¡Cómo no considerarlo el atleta de estos Juegos, y el mejor olímpico de todos los tiempos!
En pista, Jesse Owens y Carl Lewis, obtuvieron cuatro oros en 1936 y 1984, porque a los 100, 200 y el relevo 4 por 100, agregaron el salto largo, una especialidad que con esa zancada y esa velocidad, pudo haber intentado exitosamente Bolt. Lamentablemente, no se sintió atraído hacia esa prueba, que por cierto, fue la mejor de Lewis, volando más veces que nadie sobre los 8.60 metros, incluyendo las cuatro con más de 8.80 el día que Mike Powell, en el Mundial de Tokio en 1991, con un estiramiento de 8.95 metros, borró sorprendentemente el 8.90 de Bob Beamon establecido en 1968.
Bolt se robó el show con la espléndida repetición del triplete (100, 200 y 4 por 100) logrado en Beijing, algo sin precedentes que le permitió apropiarse de las pantallas y los micrófonos, en tanto, después de seis oros en Atenas y ocho en Beijing, los cuatro de Phelps en Londres, pese a ser lo máximo, se veían pálidos a la orilla de las huellas sangrantes que dejó su inesperada humillación en los 400 combinado, quedando fuera de las medallas.
Pienso sí, que algún día aparecerá otro Bolt, con dos tripletes consecutivos, pero ver a otro Phelps con 22 medallas en tres juegos, abrazado al orgullo de 18 oros, es tan improbable, como descubrir que el sol se está quedando sin carga en sus baterías, condenándonos a la oscuridad.