Esa voluntad ardiente, esa fiereza para pelear cada pelota, incluso las que parecen imposibles; esa resistencia de maratonista, ese coraje indoblegable, esa confianza exuberante y ese tenis destructivo, le garantizaron al español Rafael Nadal la conquista de la medalla de oro en el torneo de tenis en Beijing.

Instalado ruidosamente en la cresta del oleaje como número uno del mundo, Nadal colocó sobre el tapete esa combinación de precisión, potencia y determinación, que lo aproxima a la perfección, que lo hace lucir invencible. El español le apretó las tuercas en semifinales al siempre temido Novak Jokovic, antes de meter en una botella las pretensiones del crecido chileno Fernando González por 6-3, 7-6 (7/2) y 6-3.

Ser “verdugo” de James Blake, el victimario del oscurecido Roger Federer, permitía considerar a González una amenaza. En el tenis mundial andan muchas liebres capaces de saltar sorprendiendo en la vuelta de cualquier esquina, y ahora, concretando el sueño de Samaranch, en el deporte de las balaceras con la raqueta, estaban los mejores pistoleros del planeta. Así que lo único seguro es la inseguridad de todos.

Una vez más, Nadal exhibió una defensa fantasiosa, llegándole a bolas cruzadas que nadie esperaba de regreso, contragolpeando con un poder y certeza desde el fondo, acercándose a la red sólo para matar y sosteniendo los boleos largos que propuso González, para buscar disparos a los sectores sin protección, trazando una geometría espectacular, como lo hizo frente a Jokovic. ¡Qué clase de tenista estamos viendo!

No fue un duelo épico como la final de Wimbledon con Federer, pero sí inyectado por esa intensidad, destreza y dominio que Nadal aplica mejor que nadie atravesando por su mejor año, en que ha ganado siete de los últimos nueve torneos que ha disputado, entre ellos dos del Grand Slam, Roland Garros y Wimbledon.

Se fajó González y no hay nada que cuestionarle. Pero para ganarle a este Nadal permanente inspirado, desconcertante, demoledor, se necesita jugar un tenis perfecto, ser otro Borg, o aquel Sampras, o el recientemente destronado Federer.